viernes, 15 de noviembre de 2013

La llamada del deber

     No deseo impresionar a nadie ni ser un héroe. Al igual que millones de soldados y oficiales que estuvieron en los frentes de la Segunda Guerra Mundial, yo solo fui un militar que obedecía y cumplía sus obligaciones. Únicamente era un patriota que quería servir a su país para que fuera fuerte e influyente a nivel internacional.
     En 1941, yo era un chiquillo de diecinueve años. Acababa de morir mi padre porque contrajo tuberculosis y mi tío, que vivía con nosotros y al que estaba muy unido, había caído en la guerra.
     Recuerdo el día en el que vino un hombre, vestido de militar, con una bandera doblada en las manos, de rayas rojas y blancas y con estrellas sobre un fondo azul. Se quitó la boina y nos lo comunicó. Tomé una decisión, cegado por la rabia y frustración que sentía, cogí mis cosas y me despedí de mi madre “la llamada del deber”. Aferrándome con sus brazos y llenándome de besos empezó a llorar. Salimos el soldado y yo por la puerta dejando atrás los sollozos de mi madre. Es lo último que recuerdo de ella.
     Al poco tiempo ya estaba en batalla. Al principio fue terrible, vi cómo mi compañero yacía a mi lado. Estaba muerto. ¡Fue horrible! Pero después dejó de ser horrible. Cómo si jugases con tu colección de soldaditos de plomo. Él corazón se vuelve de piedra. Das gracias de que sea a otro. Así te salvas de la bala, del proyectil. Corres, escavas con la pala, escondes la cabeza… El equipo grita “¡Adelante!”, lo dejas todo y empiezas a actuar. La pala y el arma no las sueltas. La ametralladora la tienes siempre a mano, es tu escudo. Es cierto que si cae un proyectil no va a ayudarte. Pero si un alemán te encuentra, entonces sí.
     Recuerdo que bebíamos con una cuchara de los charcos, de los baldes que estaban junto a las casas o del agua de la lluvia. El agua estaba cubierta de moho. Pero estábamos sedientos.
     O cuando pasábamos días enteros en las trincheras, aquello estaba lleno de ratas, las cuales te robaban la  poca comida de la que disponíamos. Me viene a la memoria la presencia de un soldado el cual pedía un plato de sopa y su general  se lo negó pues ya no quedaba nada y este se derrumbó sin volver a levantarse en su vida.
     Los aviones durante el día ametrallaban y bombardeaban la carretera ocasionando un número elevado de bajas.
     Un día, encontramos a una mujer  con su hijo. Ella sangraba, tenía una hemorragia en el estómago. Nos dijo que llevásemos al niño a un lugar seguro. Él se resistía porque sabía que no volvería a verla. Lo cogí de un zarpazo. Me lo cargué a hombros. Pataleaba y gritaba “¡Mamá!”. Ella repetía sin cesar “ve con ellos que yo ahora voy, hijo”. Hasta que las palabras se ahogaron en su boca. Dejó de patalear para ponerse a llorar hasta que quedó dormido.
     Llegamos a un campo de refugiados donde pasamos la noche. A la mañana siguiente dejamos al niño allí e hicimos marcha. No recuerdo cómo era él ni su nombre, pues todo se nubla en mi memoria.
     Una vez, nos vimos tan acorralados que un hombre de nuestro pelotón se ofreció a convertirse en el cebo para que nosotros huyéramos. Mientras corríamos lo vi caer al suelo, acribillado. Pronto se dieron cuenta de lo que habíamos hecho. Dio conmigo un francotirador. Me hirió y me llevaron al hospital. Ese trayecto lo recuerdo confuso: había miembros en el suelo sin dueño y cuerpos sin vida. Un montón de gente tiroteándose. Tanques apisonando a hombres como si fueran hormigas. Y un pitido ensordecedor resonaba en mis oídos. Todo fue tan deprisa, al final me desmayé.
     Desperté escuchando unas voces femeninas. “Hay que amputar, no hay otra solución” “extrae la bala y cósele la herida”. Giré la cabeza y vi a una de ellas acercándoseme. Me volví a desmayar. Cuando recobré el sentido tenía la pierna vendada. A mi lado, estaba la enfermera. Era joven, de mi edad, unos veintidós o veintitrés.
     En el tiempo que pasé recuperándome, unos meses, venía diariamente. Me gustaba charlar con ella. Siempre con su sonrisa en la cara hacía olvidar a la gente que fuera de la enfermería había una guerra.
     Esos encuentros dejaron de producirse para hablar y pasaron a un nivel más profundo. Cuando me recuperé me quedé por allí cerca para no perderla, al ser un soldado voluntario me dejaron estar cerca de allí para ayudar a las enfermeras.
     Uno de esos días, cuando me disponía a hacer mis labores diarias, vino un general buscando a gente que reclutar para su pelotón. Me despedí de mi “amada” y marché.
     Esos hombres luchaban hasta la muerte. Empezamos con treinta y cinco pero terminamos con diecinueve.
     Cuando me quise dar cuenta, a las pocas semanas ya estaba de regreso a casa. Era 1945. Allí ya no quedaba nadie y todo había cambiado, hasta yo, ya no era el mismo. En el momento que entré fui directamente a mi habitación en busca de algo, pero aún no sabía qué. Pasé un buen rato revolviéndola hasta que encontré unos soldaditos de plomo. Me puse a jugar con ellos, recreando las batallas que viví. Alguien llamó a la puerta, era ella, la enfermera.
     No sé ni cómo pasó, pero cuando quise darme cuenta, me había casado con ella y ya llevábamos unos cuantos años. Pasábamos mucho tiempo alejados el uno del otro. Ella se iba y volvía cuando quería sin dar explicaciones y yo sin pedírsela. No me importaba, así estábamos bien.
     Uno de esos días que ella pasaba fuera, vinieron a arrestarme. El día del juicio me la encontré, pero no hubo ni un saludo. Me quedé en silencio escuchando. Resulta que la acusaban de ser una espía de la KGB y de pasar secretos atómicos a la URSS, y a mí de encubrirla. Ella negó que yo hubiera participado y quedé absuelto pero a ella la condenaron a pena de muerte en la silla eléctrica.
     Se ejecutó la sentencia el día siguiente. Fui a despedirme de ella. Me dio un beso y ninguno de los dos pronunció palabra. Me alejé para no molestar mientras la ataban. Estuvimos mirándonos fijamente a los ojos hasta que murió.
     Sé que ella me amaba, que yo le importaba mucho y que hubiese muerto por mí al igual que ha hecho por su país.

     Tendría que haber sentido tristeza o pena. Pero nada, en verdad, yo no la quería, pues en mi pecho solo había un coágulo de sangre incapaz de sentir nada. Me había convertido en una piedra.

Rosa Bauset Bautista 4ESOA IES 9 d'Octubre

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